En un lugar de La Mancha, allá entre Ciudad Real y Valdepeñas, se oye el murmullo constante de los telones que se abren, las tablas que crujen, el corazón acelerado de actores que laten al compás de los versos que recitan y un público que los ovaciona. Estamos en Almagro, ciudad del teatro. No son muchos los que se adentran en este lugar pero quienes lo hacen, salen queriendo regresar. La mayoría se acerca atraído por el rumor de la puesta en escena de los clásicos a los que en una reinvención infinita allí se da vida. Almagro es teatro. Eso parece estar claro. Pero Almagro es mucho más.
¿Imaginas un lugar perdido en medio de una gran península? ¿Imaginas ese mismo lugar poblado por volcanes que entran en erupción y dejan su sangre y su luz en las tierras que los rodean? ¿Imaginas una torre, siglos después, con un vigía que avisa de la incursión de los intrusos? Almagro es todas y cada una de esas estampas. Perteneciente a la provincia de Ciudad Real, ubicada en el Campo de Calatrava y nacida precisamente de esta orden religiosa y militar, Almagro es hoy un enclave lleno de historia.
He de reconocer que, como otros muchos, lo que me movió a acercarme a este lugar fue únicamente su Festival de teatro clásico. Una excusa perfecta para una es-
capada veraniega asequible y cultural. Poco más que su corral de comedias esperaba encontrar allí. Cuál fue mi sorpresa cuando, poco a poco, se fue abriendo ante mí todo un abanico de posibilidades y un buen tomo de la historia de nuestro país.
En Almagro me he permitido soñar un poco. Soñar con otras épocas en las que los caballeros de la orden de Calatrava entrenaban en su patio de armas, hoy convertido en Plaza Mayor. Ante mis ojos, las múltiples ventanas que rodean la plaza han tornado en verde la madera que forma sus galerías. Pero si paseo siglos atrás por estas mismas piedras, entre el barullo de los escuderos y los mozos de cuadras, que preparan los animales para que sus señores salgan a la plaza, es el almagre, un rojo característico de esta tierra, heredado del hierro oxidado que circula por sus venas, quien pinta esos mismos maderos. Maderos que con la llegada de los Borbones pasarían a ser azules, color distintivo de esta familia. Ese azul, con el paso del tiempo, fue verdeando. Tanto es así que el Ayuntamiento acabaría optando por ese color para su plaza.
En mi sueño, la plaza ha seguido creciendo y con ella toda una población a su alrededor. Una población donde abundan los conventos: el de la Asunción, el de la Encarnación, el de la Concepción, el de San Agustín… En su madurez, la plaza ha pa-
sado a albergar en su interior, como casi todas las plazas de la época, un mercado y, en ciertas ocasiones, se convierte en sede de todo tipo de espectáculos. Por el antiguo callejón del toril aparece el animal corriendo mientras desde los ventanales de la plaza el público que ha alquilado sus localidades aplaude y vitorea sin descanso.
Estas y muchas cosas hicieron de Almagro lo que es hoy. No sólo esta Plaza Mayor sino todo el municipio está tatuado con la cruz de la orden.
En mi mente puedo pasear por distintas épocas como si fueran una sola. Donde hoy se erige la estatua de Don Diego de Almagro, me encuentro, años después de que el terremoto de Lisboa la echara abajo, ante los restos de la que fuera la inicial iglesia gótica de San Bartolomé. Allí, un anciano que presume de ser el lechero del pueblo, un hombre de piel curtida por el sol y ojos como el trigo antes de madurar, me cuenta que al pobre Diego, la conquista de Chile le costó un ojo de la cara. De ahí la expresión. Y es que según este señor, cuando Carlos V le preguntara por la marcha de sus campañas, Diego respondería con la famosa frase, espontáneo e irónico, después de haber perdido ciertamente dicho apéndice al ser éste diana de una flecha disparada con maestría. Bajo los soportales que hay a su derecha, una señora se asoma por una trampilla que hay en su interior, respondiendo a las llamadas de otra que le pide las llaves para subirle el pan que viene de comprar en el mercado. Ambas viven a las puertas del Barrio Noble. Los Xedler, los Wesel o los Fugger (conocidos entre los manchegos como los Fúcares) charlan y cierran negocios reales con los Oviedo o con la iglesia. Familias flamencas, alemanas… que llegaran a España como parte de los contratos firmados por el rey, para controlar las minas de las que se hacían administradores y elevar sus fortunas. Todos ellos quisieron marcar sus casas con sus emblemas y sus símbolos. La piedra en la que se labran sus escudos parece inmortal y da entrada a verdaderos palacios, casas solariegas que fueron semilla de grandes y poderosas estirpes. Familias alojadas en estancias que se multiplicaban en torno a patios rodeados por pilastras de madera.
Doña Vicenta vive hoy en la que conserva la portada de la que fuera de los Xedler. Una anciana que me abre sus puertas y me invita a respirar el rastro que los Fugger dejaran aquí siglos atrás. Pues aunque es la portada de los Xedler la que se encuentra en la entrada de la actual vivienda, parece que pudo ser, en realidad, residencia de los anteriores cuando estos venían a Almagro. Precisamente, el patriarca de esta familia, Jacobo Fugger, es considerado el hombre más rico de la historia y muy pocos son quienes lo conocen. Este banquero y prestamista comenzaría siendo comerciante de especias (dicen que el primero en tener un escudo heráldico). El oficio de prestamista le llevaría al emperador (Carlos I de España y V de Alemania) y al mismísimo Papa, al que ayudaría con la venta de indulgencias (de la que la mitad de los beneficios iban a la construcción de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano y la otra mitad, directa a su bolsillo). Poco a poco fue labrando su fortuna y su nombre. Y, poco a poco también, fue protagonista principal de la chispa que haría estallar la reforma protestante. Las minas de Almadén y Guadalcanal pasaron a su poder, así como otras tantas de toda europa. El Patio de los Fúcares, donde se puede visitar una recreación de la que pudo ser su oficina así como el edificio que sería construído como almacén, se encuentra al otro lado de la Plaza Mayor, subiendo por la calle Feria hasta Arzobispo Cañizares. El hecho de que fuera un almacén explica que pese a su estilo renacentista, los materiales utilizados en su construcción fueran baratos. Si vuelvo a mi ensoñación, veo sudar las pieles tostadas de los moriscos que trabajan en su construcción. Se saben mano de obra barata pero, a cambio, dejarán su estilo para siempre marcado en el edificio, de modo que quienes siglos después se sienten a disfrutar en su patio de una representación o quienes paseen por sus galerías con audioguías junto a sus oídos, puedan acordarse de su pueblo, obligado a abrazar el cristianismo para permanecer en su hogar.
En el barrio noble se encuentran también la que fue sede del priorato de la orden de Calatrava y actual residencia del párroco de Almagro. Un poco más adelante, el
antiguo convento de la Concepción, que desaparecería con la desamortización de Mendizabal. Allí, al menos, durante el festival de teatro puede uno divertirse de la mano de los microclásicos que la compañía de la Fundación de teatro del corral de comedias representa durante varios días. Es una propuesta interesante que complementa a la programación del festival. Se trata de piezas breves, habitualmente cómicas, que pueden disfrutarse todas las tardes.
He llegado, en mi paseo, a la plaza de las Bernardas. Aquí se encuentran también dos palacios. El de los marqueses de Torremejía, que desde la historia observan cómo su palacio pasó por convento dominico y por residencia para niñas y hoy es parte de un proyecto empresarial que proyecta la construcción de un hotel entre sus paredes. Unos metros más adelante, el Palacio de los condes de Valparaíso, ahora edificio de la Diputación de Ciudad Real y sede del festival de teatro.
Uno sale del barrio noble abrumado por el poder y la influencia de los nombres escritos junto a los dinteles de las puertas. Me apresuro a volver tiempo atrás. Corren los años 50 del pasado siglo. Hay obras en una posada de la Plaza Mayor. Entre el polvo y los escombros un hombre encuentra lo que parece ser un juego de naipes antiguo. Le llama la atención porque parece pintado a mano. Yo observo cómo desempolva las cartas y hace chistes sobre borrachos y ladronzuelos echando una partida. Ni él ni yo lo sabíamos pero Almagro, un pueblo que hacía siglos que había dejado de pronunciarse en la boca de quienes no eran de aquí, volvería a ser grande. Quienes estudiaron aquella baraja que apareció casi por casualidad se dieron cuenta de que no era una baraja cualquiera. Parecía del siglo XVIII y, por tanto, de una época en la que según los anales de la ciudad, habría estado en pie el Mesón del Toro. ¿Y dónde mejor sitio para echar una partida de cartas que en un
mesón? Pues esta sería la pista que los llevaría a sospechar que, posiblemente, fuese allí donde se situara el mesón, que habría sido propiedad de Leonardo de Oviedo. A este hombre influyente se le ocurriría la idea de dar cabida a los espectáculos que hasta entonces representaban los actores en mitad de la calle en un recinto cerrado y preparado para ello. Obtuvo así la licencia y la exclusividad, a cambio de algunas concesiones, para abrir el famoso corral de comedias. Si las cartas se hallaban en lo que hubiera podido ser el mesón, quería decir que entre aquellas paredes debían esconderse también los restos del corral. Y así fue. Unos años después, tras descubrir que todo el corral se encontraba perfectamente conservado con su estructura original detrás de unos tabiques que lo habían ido ocultando, se redescubrió y se inauguró, marcando así el renacer de la ciudad de Almagro a nivel mundial, puesto que actualmente puede presumir de tener entre sus calles el único corral de comedias que se conserva de manera íntegra como en el Siglo de Oro.
Al anochecer acudo a una representación sobre El Quijote, mezcla de fantasía y magia. Cuando se abren las puertas del corral ya no veo personas con vaqueros y chicas con vestidos de tirantes. Las sillas del patio de mosqueteros han desaparecido. Decenas de hombres hablan casi a gritos y se ríen a carcajadas mientras el corral se va llenando. Son solo hombres los que se encuentran en el centro. Son escandalosos y algunos vienen cargados con silbatos, cazuelas y hasta frutas. No tendrán piedad si la obra no es de su agrado. En cambio, si les gusta colmarán de vítores a los actores. El olor que se respira en el ambiente se me mete dentro hasta producirme arcadas. Estos hombres llevan varios días sin lavarse y el tufo que han dejado los animales que hasta hace unas horas estaban aquí dentro sigue en el aire. Escucho los rebuznos de un burro en el foso que hay bajo el escena-
rio e imagino la asfixia que deben de sentir quienes se amontonan allí en estos momentos nerviosos por salir.
Las quejas de las mujeres en la cazuela no son menos atronadoras que las charlas de quienes están abajo. Debo subir pero el apretador, con su vara de funcionario público con permiso para situar en sus sitios a las mujeres pero no para tocarlas, me cohíbe. Todas sabemos que cuanto más nos achuche más dinero embolsará esta noche. Pero también sabemos que una vez formado el rompecabezas, ninguna podremos salir de nuestro asiento, ni siquiera para hacer nuestras necesidades. Algunas aguantan hasta el final de la función. Otras, en cambio, optan por la vía fácil. Lo cual aumenta mis náuseas. Siempre he envidiado a esas mujeres que se sientan en las galerías superiores junto a sus maridos y sus hijos. Con sus vestidos elegantes y su mirada altanera. Desde allí los versos deben sonar de otra manera, con una musicalidad diferente. En cambio, siento cierta irritación cuando observo a los hombres que se asoman desde las celosías. Ellos parecen con derecho a todo. Se saben superiores y dueños de cuanto les rodea, incluso de las mujeres que en ocasiones les sirven de entretenimiento entre acto y acto. Se me antojan profanadores del arte. Ojalá tuvieran que ver la obra desde el patio.
La música comienza y la luz de los candiles va muriendo pausadamente. Cuando los aplausos finales ponen punto final al espectáculo parezco despertar y volver en mí. La noche refresca y las estrellas asoman por el patio. Definitivamente, Almagro es un rincón especial.
Esta noche vuelvo a casa satisfecha. Guardo imágenes de muchos lugares que me han sorprendido. De algunos ya he hablado. Otros aún están por aparecer. Cuando me echo en la cama vienen a mí los frescos barrocos de la iglesia de San Agustín. Se trata de una iglesia desacralizada pero merece la pena visitarla. Varias grietas lucen como heridas de guerra entre las pinturas que se conservan. San Agustín, la virgen María y la eucaristía son los temas principales que quedaron plasmados con los diferentes colores y formas. Durante el festival, esta iglesia acoge una exposición que presenta las artes escénicas como un espacio libre de fronteras. Una torre de Babel donde se encuentran lenguas y rostros de todas partes.
Antes de cerrar los ojos vuelvo a visitar también la iglesia de Santa María, el parador y la antigua universidad renacentista. Paseo por la historia del teatro en España en el museo nacional y aprendo a hacer encajes en el museo del encaje. Ha sido un día largo. Pienso en que no puedo dejar de recomendar, cuando vuelva a casa, algunos sitios en los que probar las típicas berenjenas de Almagro, el pisto manchego o las migas. Y que, cuando aprieta el calor, la piscina municipal siempre es una buena opción por un precio más que asequible.
Definitivamente, Almagro es un lugar digno de visitar. Y quienes tienen varios días tienen la posibilidad de acercarse a otros lugares de la zona que tampoco tienen desperdicio, como la laguna de Ruidera, el Parque nacional de las Tablas de Daimiel o los molinos de Alcázar de San Juan. Pero de eso hablaré en otra ocasión.