Hace cosa de un año decidí que la ciudad manchega de Almagro se convertiría en uno de esos sitios familiares a los que una vuelve una y otra vez.
Llevaba un tiempo queriendo visitarla durante su festival de teatro, atraída, sobre todo, por sus escenarios y la puesta en escena que en esos días tiene lugar en multitud de espacios. Pero pocas horas me bastaron para que Almagro fuera mucho más. Y hoy, un año después, lo digo con el corazón rebosante y la boca llena, como quien se acaba de dar un atracón. La ciudad me sedujo, es de esos lugares con un encanto especial y una historia que te permite volar a siglos pasados y convertirte en protagonista de multitud de relatos. El teatro me apasiona así que con eso ya me tenía ganada antes incluso de sentarme en el corral de comedias o escuchar, en distintos rincones de la ciudad, versos exquisitos de un Siglo de Oro que no tiene parangón. Pero si hay algo que me cautivó fue una mujer. Uno de esos desconocidos que, por casualidades de la vida (o no) nos cruzamos un día en nuestro camino. Queríamos hacer tiempo. Habíamos cenado y a la obra aún le quedaba un rato para comenzar. Quien conozca Almagro sabrá el placer que supone pasear, con rumbo o sin él, por su Plaza Mayor. Y a eso nos dispusimos. Caminamos unos pasos y nos cruzamos con uno de esos tenderetes donde unas cuantas señoras, voluntarias todas ellas, tratan de vender, sobre todo en verano o en fiestas populares, algunos productos artesanales para recaudar dinero para alguna obra benéfica. En este caso se trataba de personas con alguna minusvalía. Nos acercamos a curiosear. Decidimos comprar un par de detalles y nos atendió una de esas mujeres. Hasta aquí, nada parece tener mayor relevancia pero sin saberlo, en ese momento Almagro pasó a tener, para mí, nombre de mujer. Un nombre que no conocería hasta un año después.
La señora, muy cortésmente, nos preguntó si estábamos de paso. Le comentamos que veníamos de Sevilla y, por alguna razón, salió el tema de que éramos profesoras. En ese momento se emocionó y nos pidió poder abrazarnos. Muy gustosas accedimos y nuestros cuerpos se fundieron como si fuésemos familiares que se encuentran después de una larga temporada. Con sencillez y cercanía nos contó que no hacía demasiado, su hija, maestra, esperando plaza en Sevilla (u otro destino cercano de Andalucía), había fallecido. No nos atrevimos a hacerle más preguntas pero quisimos respirar esa intimidad que se había creado entre nosotras. Después de unos minutos nos despedimos con el corazón encogido y con un educado “el año que viene volvemos a vernos”. A lo que ella respondió “Si Dios quiere”.
Justo aquí comienza (o continúa) mi historia. Que el mundo está compuesto de personas es algo que ya sabía. Que son esas personas las que hacen que cada viaje merezca la pena lo descubre uno en cuanto se acerca a quienes viven en la tierra que pisas, sea esta más o menos cercana a la tuya, o más o menos parecida a la que conoces. Sin duda uno acaba amando aquellos lugares de los que se trae nombres y rostros grabados. Los monumentos y los espacios bonitos ya aparecen en las postales y los libros pero son las personas las que dan vida a cada rincón que visitamos.
Este año decidí, cumpliendo mi promesa, volver a Almagro durante el festival de teatro. Después de meses de confinamiento y con una pandemia que parece estar cambiando nuestro mundo, nuestras costumbres y nuestro día a día, las posibilidades de volver no dependían tan solo del deseo de hacerlo. Pero llegó el verano y, aunque en circunstancias especiales, el teatro tomó la ciudad y con él, yo.
Algunos imprevistos de última hora hicieron que una de las entradas que teníamos se quedara colgada. Lo intentamos con algunos conocidos pero nadie se atrevió a viajar. Así que nos fuimos con la idea de dársela a alguien al azar para quizás, así, alegrarle el día. El episodio del tenderete no se me había olvidado pero no lo tenía demasiado presente hasta que volví a sentarme en la plaza y algo detuvo el tiempo. De repente, aunque estuviera acompañada, entre risas, charlas y tostadas, mi mente se paró en aquella señora y en aquel abrazo entre lágrimas. Sentí un impulso repentino de encontrar a esa mujer. No sabía su nombre ni nada de ella además del hecho de que tenía una hija que había muerto y que el verano anterior había estado en un puesto benéfico. Pero Almagro no es tan grande, me dije, seguro que preguntando podría llegar a ella. Hice partícipes de mi idea de encontrarla a mis compañeros de viaje y les dije que sería a ella a quien daríamos la entrada sin dueño. Este año quería invitarla a ir. Algunos debieron de pensar que estaba loca. A otros la idea, si no les entusiasmaba, al menos les hacía gracia.
Así que observamos y decidimos empezar preguntando al señor que vendía cupones justo en la esquina en la que el año anterior había estado montado el tenderete. Ésa era la idea, pero en un descuido el hombre se fue y nos quedamos sin interlocutor. Así que decidí entrar en una tienda de recuerdos, muy cercana también al lugar donde la conocimos. Me bastaron unas pocas palabras para que la dependiente afirmara con seguridad “Esa es Matilde. Sí, seguro, es Matilde”. Entonces le pregunté si sabía dónde vivía y ella, como contagiada por la idea de que la encontrásemos, me pintó en varios trozos de papel que fue uniendo a modo de mapa del tesoro, el recorrido hasta su casa. Este detalle, que parece no tener importancia, me resultó especialmente gratificante en un momento en el que todo el mundo parece desconfiar de todo el mundo. Una aún puede llegar a un pueblo, preguntar por alguien a quien apenas conoce y que quien escucha no solo la reconozca sino que, amablemente, te indique cómo llegar a esa persona. Volví a la mesa del bar donde esperaban mis amigos satisfecha como la que ha resuelto el más complejo de los enigmas. Ya teníamos próxima parada. Ir a casa de la señora Matilde.
Llegamos al lugar indicado y, como nos habían advertido, encontramos varias puertas y una casa en obras. Llamamos a la primera de ellas y nadie contestaba. Después de hacer lo propio en la segunda se asomó un chico a la ventana. Me acerqué y pregunté por Milagros. El lector habrá notado que no es ese el nombre que me habían dado. El chico, como es natural, me contestó que allí no vivía ninguna Milagros y que no la conocía. Pero entonces una señora, mi señora, Matilde, mi Matilde, se asomó también e insistió en que le diéramos señas por si sabía de quién se trataba. Cuando la vi supe que era ella y que yo había confundido los nombres. Le conté que el año anterior había ido desde Sevilla para el festival y que la había conocido. En ese momento se le iluminó la cara, salió corriendo a abrirnos la puerta y nos invitó a entrar. Justo entonces sentí el calor que debió sentir el hijo pródigo cuando entre abrazos y fiestas su padre lo recibió en casa. Aquella acogida tenía más valor sabiendo que se daba en unos días de distancia social y mascarillas. Cuando el recelo nos hace alejarnos a unos de otros, Matilde, mi Matilde, mete en su casa a unos desconocidos y se desvive con ellos. Su alegría era incontenible y eso hacía que la nuestra se desbordara. Se acordaba de nosotras, incluso recordaba lo que le habíamos comprado. Lloraba y reía al mismo tiempo. Su hijo nos miraba con los ojos muy abiertos y sin dar crédito a lo que estaba pasando. Su marido permanecía callado, casi escondido pero atento a cuanto pasaba en el salón de su casa, mientras el pisto se enfriaba en la mesa. Volvió a hablarnos de su hija, agradeció una y mil veces al cielo, a la tierra y a cuanto se pueda agradecer que estuviéramos allí y nos acordásemos de ella. Nos enseñó la casa y como las abuelas que se enteran de que vas al pueblo y no te alojas cpn ellas, nos hizo prometer que al volver nos quedaríamos allí. Nos ofreció su hogar, sus llaves y su cariño. Hablaba de su hija como si estuviera presente al tiempo que nos mostraba el altar que había montado para albergar las cenizas de la chica. Hablaba, a veces entre lágrimas y otras entre risas, pero hablaba y hablaba. Sabía que “no debía” abrazarnos y, sin embargo, se le escapaban los abrazos. Quiso darnos mascarillas que ella misma había confeccionado. Y decidió que en su lugar fuera su hijo quien viniera con nosotros al teatro.
Lo que vivimos en aquella media hora que pudo durar el encuentro es difícil de explicar. Fue un momento mágico, de esos que al contarlos pierden gran parte de su poder. Quienes lo vivimos somos conscientes de hasta qué punto fue un instante sagrado, de esos flashes que quedan grabados en uno y que permanecen como una película antigua en nuestra retina. Encontrarme con Matilde me recordó que a las personas se llega a través de las personas, que no hacen falta GPS o redes en las que perseguirnos y perdernos. Las personas seguimos teniendo un arma poderosa que poseemos por el simple hecho de serlo. No necesitamos más. Ganas, ilusión y corazón. Solo con eso se llega a otros. Los desconocidos dejan de serlo y las casas se convierten en hogares y refugios. Donde no conocías a nadie pasas a tener familia y los lugares que visitas acaban siendo paradas recurrentes en el camino.
Fuimos al teatro. Conocimos al hijo de Matilde. Compartimos muy buenos ratos con él y a la mañana siguiente volvimos a su casa. Fuimos a despedirnos y a llevarle unos dulces y, casi sin darnos cuenta, se nos fue la mañana sentados en las butacas de un salón en el que una humilde señora compartía con nosotros una sabiduría ancestral al tiempo que cosía en su singer de antaño.