Piececitos descalzos que corren sobre un laberinto de asfalto. Sonrisas demasiado agradecidas. Manitas pidiendo una comida que no están acostumbradas a palpar. Cláxones. A todas horas. Por todas partes. Como una serenata infernal. Vestigios de antiguos reinos. De batallas perdidas y civilizaciones entremezcladas. El nombre de Dios con distintas melodías. Palmas de las manos unidas. Cabezas de colores. Namaste. Gemelos cansados, de óxido y sangre. Olor a tierra mojada, a especias que mis labios no conocen. Indiferencia. Impotencia. Rabia. Calles interminables. Monos. Primos lejanos de una familia no extinta. Una ciudad dentro de otra. Peregrinos. Portadores del agua de Shiva. Pasos cansados que buscan el Ganges. Tozudo sudor que se resiste a dejar la piel. Bruma. Vacas. Dueñas del suelo que pisan. Castas. Un abismo infranqueable. Ojos que miran a otros ojos. Sin intermediarios. El calor asfixiante del que se ahoga. Niños felices. Niños cansados antes de tiempo. Niños que buscan el selfie con aquel que les habla de otro mundo. Quizás duden de que exista. Telas que se confunden con el viento, que hacen el amor con él dando a luz a un arcoiris que camina, que se funde con el aire. Dudas. Sorpresa. Una lucha aférrima contra la soberbia aprendida de creerse superior. Contrastes. Luces y sombras. Más niños. Sikhs que esconden los secretos de la vida entre las hebras de un pelo infinito. Puestos habitados por personajes de leyenda. Sherezade insuflando vida a cada uno de ellos. Lanzándolos a una amalgama imposible de callejones y grandes avenidas. Ríos y afluentes de hormigón. Voces. Cantos. Platos compartidos sobre una estera. La orina de cientos de indios avivando el verde que nace entre los muros. Hermandad. Un abrazo. El trabajo compartido. Gandhi acunado por la eternidad. Imágenes grabadas en un lugar imborrable de la memoria. Puerta de la India. Despertar de los sentidos. Ponerlos al servicio de un corazón bipolar.