Que el mundo son personas es algo que creo firmemente. Que un viaje adquiere valor en función de los rostros o los nombres que traes en la maleta es algo que descubrí abriéndome al mundo. Y que la India es un país que nunca podré olvidar y que vuelve a mí casi a diario por una u otra razón es una realidad.
De la India me traje muchas caras. Infinidad de nombres, algunos de los cuales no sé pronunciar. Me traje muchas historias, unas de primera mano y otras narradas a través de la voz de otros. Tengo un mar infinito de miradas de todos los colores. Sonrisas que se dibujan como las nubes en un cielo eterno. Saludos. Apretones de manos. Abrazos. Namasté.
Pero entre todo ese enjambre que zumba a diario, como arterias que viven a prisa, me quedo con ella. Una chica. Casi una niña. En esa edad perdida entre ninguna parte. Esa edad en la que no sabes muy bien qué está pasando en ti pero en la que demasiado a diario no te reconoces. Una edad de metamorfosis. De renacer. De dejar atrás y dar un paso al frente. Ella, perdida entre una multitud maravillada en Ranakpur. Mil civilizaciones paseando entre imponentes columnas de mármol labrado. El sol reflectando en el blanco níveo de esas paredes. Intruso. Colándose por cientos de huecos ignorados. Destellos de la grandeza de otras épocas, de otras mentes capaces de mirar de un modo diferente, con manos pacientes para modela mundos imposibles. Huellas que van tatuando su rastro en aquellos suelos llenos de leyenda, como un arado que moldea la tierra. Huellas que mezclan el sudor de cientos de historias. Monos. Niños. Niños solos corriendo por todas partes. Contagiando sus risas y coleccionando selfies con turistas que se sienten únicos al ser reclamados por sus objetivos. Apenas podía moverme. Como si de repente el universo se detuviese en aquel lugar. En aquel instante. Como si el acervo de aquellas voces se convirtiera en un murmullo irreconocible que se reproduce a cámara lenta en un cassette antiguo, un cassette que se está enrollando, enmarañando en sus entrañas la melodía de esas gentes. Y entre todos ellos, ella. Un poco niña, un poco mujer. Por delante de sus orgullosos padres. Haciendo alarde de una fluidez con idiomas que ninguno de ellos sabe hablar. Su madre, envuelta en un sari de vivos colores, parece estar dándole empujoncitos para que se lance. Su padre la mira con esa mirada orgullosa que tienen los padres que no pueden creerse que tengan los hijos que tienen. Con una mueca escondida tras un bigote negro que ocupa la mitad de su cara. Ella, a medias oculta tras un velo rojo casi traslúcido. Con un vestido ajustado y unas mallas de niña. Me mira. La miro. Asiento y trato de sonreírle. Me devuelve la sonrisa. Se acerca. Me saluda. “Hi, how are you?”. “Fine, thank you, and you?”. Frases raquíticas. Casi de cortesía. “You are beautiful!”. Ella. Que contiene en sus ojos un cristal encantado. Ella, niña de piel tostada y aroma de juventud. Ella, de rasgos imperfectamente perfectos. Ella. Inocente. Candorosa. Ella, me mira y me dice “You are beautiful!”. No podía creerlo. Casi me costaba aceptarlo. Le contesté que ella sí que era hermosa. A otro le hubiera parecido un cumplido. Pero entonces se volvió a sus padres y cuando se giró su mirada era vidriosa. Su cara se iluminó y me preguntó, con la voz saliendo de una boca de dientes torcidos pero armoniosa: “¿Yo?”, “¿De verdad piensa que soy hermosa?”. Su verdad. Su sorpresa. La dulzura de sus palabras y la forma en la que clavó en mí sus ojos aceitunados, me partió el alma. Pero no con el dolor que te rompe por dentro. Fue como el canto de un cristal muy pulido paseando lentamente por una piel desnuda. Suave, casi imperceptible, pero trazando surcos que duran de por vida.