Zúrich es una de esas ciudades con solera. En el corazón de Europa. Una de las antiguas. Una ciudad fría, majestuosa y cara, muy cara. Una de esas ciudades en las que pasear parece parte del relato de una novela decimonónica. Una ciudad ordenada, educada, de ilustres personajes. Una ciudad en la que nadie te habla y las nubes negras cubren un cielo estival que debería lucir con el color del mar. La gente es seria. Las calles son bonitas y las puntiagudas cúpulas de las iglesias invitan a volar a otros mundos. Todo es agradable pero no de esa manera en la que lo son las ciudades con encanto que se te meten por las venas, como una inyección. Ésta es bonita, es cierto, pero no me llega al corazón. Me adivino parte de algo de lo que no soy parte. Me siento en sus piedras y las vistas son estampas. Siento sus adoquines en las plantas de mis pies pero sus calles no atraviesan mis entrañas. Visito la ópera y veo elegantes cisnes donde en otras ciudades habría tan solo patitos feos. Pero Zúrich no es Zúrich hasta que no le pongo su cara. Ella. Merecedora de llamarse señora. Digna. Recién salida de la peluquería. Con su abrigo de pieles y su fingida autosuficiencia. Suiza pero extranjera. Sentada a solas en una tarde de lluvia en la terraza del café que décadas atrás escuchara a Einstein charlando ante un público selecto. Un Odeon que nos atrae precisamente por ese tufillo bohemio de los cafés de otros tiempos. Cafés de artistas e intelectuales. Cafés que figuran en las páginas de muchos libros y en las memorias de muchos talentos errantes. Ella es. No sé cómo la llaman sus amigas si es que las tiene pero para mí su nombre es Zúrich. Ella es la ciudad y el recuerdo que me llevo de ella. El que sí recuerdo. El que sí me saca la sonrisilla y me enternece.
Nuestros planes eran otros pero el cielo insistía en salpicarnos con su llanto. Y nosotros, gente del sur, acostumbrados al calor sofocante del verano, nos dejamos empapar, ingenuos y frustrados. Por eso llegamos allí. Por eso pedimos un café caliente y quisimos sentirnos también nosotros maravillados por el Art Nouveau que cautivó a sus primeros clientes. Yo quería estar allí, tomar una taza en mis manos y saludar a Joyce en uno de sus paseos mientras en su mente dibujaba a Ulises. No hubo ni James ni Ulises pero la conocí a ella. Quizás en cualquiera de las terrazas de casa no me hubiera sorprendido. Pero allí, que de repente comenzara a hablarnos como lo hacen las señoras que cogen la línea 2 del autobús en Sevilla, me desarmó. Necesitábamos ese calor. Esa cercanía. Ella, aunque no lo dijo, también. Comenzó a hablar. Así, sin excusa. Ni siquiera recuerdo a cuento de qué. Nos contó su infancia en España, cómo fue joven en Suiza y los veranos en los que viajaba. Habló de su padre, del trabajo y de lo diferentes que somos unos y otros. Hablaba de ellos, del chocolate y del frío. Se sabía de allí pero también era de aquí. Se sentía de todos y de ningún lado. De manera casi imperceptible fue acercando su mesa a la nuestra. Sonreíamos y dejábamos que hablase. Quería demostrar cuánto sabía de la ciudad y hasta qué punto era una de ellos. Pero añoraba enormemente el calor mediterráneo. No ese que quema, más bien el que invita a quedarse. Allí la habían tratado bien, sin duda, a lo largo de toda su vida. Y si no fuera porque un día sus padres decidieron emigrar, probablemente no hablaría 4 idiomas ni conocería Italia como la conocía. Gruesa. Sentada casi en dos sillas a la vez. Pinchando de un plato demasiado lleno para esa hora del día. Alternando el inglés con el español y el alemán. Chapurreando como la mamma y riendo de chistes que no entendíamos pero que también a nosotros nos hacían reír.
Le contamos que Zúrich era tan sólo una ciudad de paso en nuestro viaje pero nunca le dije que a partir de ese momento Zúrich sería ella. Quiso pagar lo que habíamos tomado y que nos quedásemos un poco más. A ratos supo estar callada. Supimos todos. Y aún así, nos entendimos con la mirada. Con esa mirada que nos hace simplemente personas. Personas que caminan en lugares demasiado grandes, con demasiados huecos entre unos y otros. Lugares que nos recuerdan que necesitamos del otro, de su abrazo, de su sonrisa o simplemente de respirar en sillas contiguas.